19.4.06

ensayo sobre el estornudo

Supón que es el aire que respiras, el mismo aliento de estos días de desconcierto.
Suponte capaz de alcanzar con tus pulmones todas las distancias de tu deseo; que te estiras y te encoges al calor de los atardeceres naranja, al del silencio bullicioso de una mañana en un puerto de pescadores. Supón que no hay nada más: Tu latido, tú, tu aire, tú, tu verdad, tú, un ritmo pausado, tú...

Cuantas veces has de preguntártelo mientras tanto, ya sabes, la razón última de esa piedrita incomodando tu andar dentro del zapato, de una pluma en la nariz, pero sobre todo, de este estornudo desproporcionado que escapa a tus brazos de par en par, a tus músculos contraídos, a tu mirada perdida de verdad durante una milésima de segundo que significa todo ahora, y nada después.

Supón que este cuento es un experimento científico. Que la respiración se entrecorta y surge de repente una inmensa y poderoso contracción que trepa a trompicones por tu nariz, que alcanza la base de tus párpados, que los cierras... y que la tempestad se desata apasionadamente desde tus pulmones y hasta el cielo de tu paladar...

Supón que después sientes que lo has hecho, que ha ocurrido, que no hubo remedio ni alerta, que no tuviste todo el tiempo del mundo para asimilarlo, que fue atrevido, inconsciente, casi animal... ¿Qué sientes? Supón que no lo sabes. Que no te enteras, que te explayas en mil y una contemplaciones de ti misma en un espejo que no soporta tus ojos, que no hay, de verdad, una razón, una respuesta.

Supón entonces que cualquier otro día sientes la misma inconfesable y pavorosa sensación. Estás a punto de comprimir de nuevo todos tus músculos, y te pican incluso los marcos de la nariz, y te has provisto de pañuelos verdes de menta, lima y esencias dispuestos a atrapar lo posible de lo innombrable. Suponte que en el último momento, y con esa misma inexplicable fuerza que te impulsó entonces a contraer tu cuerpo hasta el enanismo, lo contagias ahora de un sabor a ti misma, tan dulce y tan placentero que tu silueta entera se deshace en partículas de aquí y ahora que se abalanzan con locura hasta el rincón más frágil y supersticioso de tu alma.

Supón un después. Después del estornudo, que incluso en Bangkok, cuenta la leyenda que lo alcanzaron a escuchar a la hora del desayuno, y en Tahití a la hora de la siesta,...

...Después, aceptas, al fin, que tal impulso compulsivo no es más que tú en un yo que te desborda.

Relajas entonces tus trescientos millones de átomos y seiscientos millones de células madre, tus glóbulos de colores, los dedos de los pies, tu saliva, la mirada más verdosa que nunca, el antes y el después, el ellos, el nosotros, la que te escribe, el cuando lo lees, el tiempo aquel y la mujer de hoy. Dejas que sea.

Supón que te retiras, temblando, el pelo de la cara. Que contemplas el naufragio como un baño de espuma, como un océano de razones solo tuyas.

Entonces, y sólo entonces, tu corazón, el gran ausente en toda esta fantasía, se levantará despacio, apoyándose en el quicio de tu boca, y dirá las palabras justas que acallen todo tu Universo de estornudos, reducido ya a una pequeña línea indivisible que te recorre por dentro, que te enlaza de punta a punta, que se llama amor y que lleva y ha llevado, por siempre, el reflejo hondo de tu nombre.